Amelia
tenía lágrimas de maíz. Así que después de llorar, juntaba todas sus lágrimas
en una olla y preparaba palomitas.
Un día lloró tanto que al
día siguiente abrió en su casa la proyección de una película y vendió las
palomitas. Hizo tantas y fue tanto su éxito que no sólo le alcanzó para pagar
la renta del proyector, sino que además se pudo financiar una semana en el
Caribe.
Pero aquel viaje no hizo
sino enriquecer su nostalgia al recordar promesas del pasado, y la gente se
sorprendía de encontrar granos de maíz rodando por la cubierta. Mientras miraba
al océano en sus tardes de calma, Amelia se perdió en el sol que bajaba por el
horizonte. Decidió entonces que si el amor que ella sentía era tan grande,
debía buscar hasta el infinito la manera de revivirlo. Luego de que pasó la
semana y regresó al pueblo, lo primero que hizo fue tocar a la puerta de Álvaro
Cárdenas.
Sin embargo, contrario a las
escenas de su imaginación, donde él abría la puerta para decirle cuanto había
esperado aquél momento y la tomaba entre sus brazos; Álvaro se sorprendió de
verla y de la forma más educada que pudo, le explicó que no tenía nada que
hacer ahí y volvió a cerrar la puerta. Durante 6 días con sus noches, Amelia
lloró sola en su habitación. Al séptimo día estaba a punto de volver a hacerlo
cuando su familia le dijo que ya todos estaban hartos de comer palomitas, que
luego de tanto les habían creado indigestión. La muchacha, en vez de tomarlo
como un incentivo para olvidar, pensó que el problema eran sus lágrimas
anormales y fue a visitar al médico en busca de una solución.
El médico, que se pavoneaba
con sus diplomas de Francia y Bélgica en materias de medicina, le recetó un
menjunje con sabor a lechuga con naranja. Amelia se lo tomó al pie de la letra,
una taza cada seis horas durante 14 días. Y como si el destino quisiera que
probara la eficacia del remedio, ese día al salir a la calle vio en la plaza a
Álvaro Cárdenas nada más y nada menos que acompañado de Acacia, la que un día
había sido amiga de Amelia. La chica aguantó recta y digna mientras los otros
dos se paseaban por la plaza, absortos en abrazos y cursilerías. Pero al llegar
a su casa, comenzó a llorar esta vez perfume de gardenias. Así que cesó pronto
su llanto y se puso contenta no sólo de que hubiera funcionado, sino de que el
perfume le parecía mejor que los granos de maíz.
Luego de un tiempo, Amelia
había logrado olvidarse por completo del incidente con Álvaro Cárdenas e
incluso lo saludaba con alegría al encontrárselo en el mercado. Sus días
estaban llenos de trabajo en la cocina familiar, de sueños respecto a lo que
esperaba sería su futuro en biología y de lloriqueos de sus hermanos menores.
Pero a medida que pasaba el tiempo, su sensación de soledad iba en aumento y
aunque no lo aceptara, tenía ganas de volver a tener a un hombre a su lado. Y
así, fue una tarde de abril que llegó Javier Villagómez.
Era una tarde difícil. No
cesaba de llover, y la cocina económica estaba llena. Amelia iba de aquí para
allá atendiendo a los clientes, dándoles su pedido, cobrando las cuentas y
limpiando mesas. El más pequeño de sus hermanos lloraba y la jalaba de su falda
pidiendo atención. Su madre, al mismo tiempo, le pedía que la ayudara a meter
la ropa que se estaba mojando. Los clientes alzaban las manos y le hablaban
todos al mismo tiempo. Fue tanto el estrés que Amelia empezó a confundir los
platillos y a darle caldo al que había pedido tampiqueña y la tampiqueña al que
había pedido caldo.
El acabose de la situación
fue cuando un cliente se acercaba para reclamar y sin fijarse, Amelia le tiró
la sopa encima. El señor se enfureció e instantáneamente comenzó a gritar
improperios contra la mesera y el restaurante en general. El padre de Amelia
llegó presto a arreglar la situación y mandó a su hija a descansar, no sin
antes dirigirle una mirada que más que enojo contenía decepción. Sin poder
evitarlo, Amelia se sentó afuera de su casa en la banqueta y comenzó a llorar.
Sin que se diera cuenta, alguien estaba sentado a su lado. Javier Villagómez se
presentó y se disculpó por la actitud de su padre en el restaurante. Comenzó a
aspirar y se preguntó de dónde provenía aquél perfume tan maravilloso.
-Son mis lágrimas- dijo
Amelia- es un mal de nacimiento...
Pero Javier Villagómez no la
dejó explicarse, estaba tan maravillado con aquella joven que en vez de llorar
producía perfume de gardenias que inmediatamente la invitó a salir.
Desde ese día y durante poco
más de un año, Amelia y Javier fueron muy felices juntos. Les gustaba pasear
por la plaza, ir a las funciones de cine y escuchar los conciertos del domingo.
Pero ocurrió que luego de
acabarse la cartelera, ir a conciertos todos los domingos y pasear por la plaza
hasta conocer cada detalle de la cantera con que estaba construida, la rutina
empezó a hacer su aparición en la relación. Amelia empezó a notar que Javier
estaba cada vez más distante y que ya no le decía que la quería con la misma
frecuencia. Y peor aún, ella empezó a notarse a sí misma aburrida y con ganas
de novedad. Un domingo, después de regresar del concierto de las 6, sintió
ganas incontenibles de besar a un desconocido.
El mesero sin nombre de la
boda de su prima segunda sirvió perfectamente para tal propósito al siguiente
día. Después de un rato de jugar a las miradas, él se metió en la cocina para
servir más café, y cerciorándose de que nadie le prestaba atención, Amelia
entró tras él y tomando su cara desprevenida entre las manos, besó
apasionadamente al muchacho. Durante un rato, siguieron en aquél idilio sin
palabras hasta que el sonido de un globo al tronarse interrumpió el
ensimismamiento de Amelia, que sólo estaba imaginando cosas sentada a la mesa
con sus familiares.
-¡Oh pero qué ternura!-
exclamó Hortensia- tan enamorada estás de Javier que te quedas ida pensando en
él
Amelia bajó la mirada con un
soplo de culpa. Como siempre, las voces de su conciencia estaban gritándose las
unas a las otras sin conseguir llegar a un acuerdo. Terminó pensando en el
mesero. Lo volteó a ver con lo que ella creía una mirada discreta y casual,
pero se sorprendió no sólo al ver que se había dado cuenta, sino que le
contestaba con una sonrisa. Volvió a bajar la mirada e incluso abrió el libro
que llevaba para evitar seguir pensando. El ambiente era en general bullicioso,
todos bailaban al son de las cumbias y parecían divertirse como adolescentes.
Amelia, que realmente era una adolescente, era la única que se quedó en su
lugar toda la tarde, si no leyendo, pensando, o la segunda mientras fingía la
primera.
-¿Quieres refresco? ¿O un
café? ¿O te apetece más decirme tu nombre?
La voz de aquél desconocido
hizo que sintiera un escalofrío en la columna. Era exactamente lo que había
estado esperando. Su voz era aguda, seguramente molesta después de oírla por
largo rato. Al tenerlo de cerca pudo analizar sus facciones corrientes, el
cabello engomado, la piel oscura como la tierra. Nada que lo distinguiera del
montón y fue exactamente eso lo que le agradaba a la chica. Negó con la cabeza
y le sonrió de nuevo. El mesero, poniendo en peligro la propiedad, se acercó
para decirle su nombre.
-Si no quieres decirme quién
eres, te diré que yo me llamo...
-No, no quiero saber tu
nombre- Fue todo lo que dijo Amelia y todo lo que conversaron ese día
Al salir de la boda sin
mayores sucesos que la monumental caída de la prima Norberta mientras bailaba
la quebradita, Amelia volvió a hundir su cabeza en el libro. Su estupefacción
fue grande al descubrir una nota con un número de 10 dígitos. "Para que me
llames, o me mandes un mensaje si prefieres" decía. Amelia miró la nota largo
rato, pensando en lo incorrecto de la situación. Tenía ganas incontrolables de
llamar a Javier, para besarlo y guardarle el sentimiento tan intenso que no
tenía para ningún otro. Tenía también ganas incontrolables de llamar al mesero
sin nombre, para besarlo y no guardarle sentimiento alguno.
A la semana siguiente,
Amelia se sentía tan culpable de siquiera haber pensado en alguien más que
intentó revivir su relación con Javier. Le propuso que salieran a bailar el
viernes por la noche, le tejió una bufanda e incluso le cantó una canción. Pero
se dio cuenta de que Javier respondía a todo esto con la misma frialdad con que
lo hubiera hecho a una clase de matemáticas.
Ese domingo, mientras
esperaba la llegada de su novio para ir al concierto habitual, Amelia pensó en
el mesero. Pensó en quemar la nota para no saber su número y así evitarse
tentaciones. Pero una hora después de pensar, se dio cuenta de que seguía
esperando y Javier no llegaba. Era la primera vez que no iban al concierto del
domingo, y era la primera vez también que la dejaban plantada. Sin pensárselo
dos veces tomó el teléfono y una voz aguda y corriente le correspondió del otro
lado.
El mesero se llamaba
Dionisio Vázquez. Amelia accedió a verlo la semana siguiente, más por despecho
que por ganas. Pero luego de tomar café y pasear un poco por el bosque, se dio
cuenta de que le agradaba su compañía.
Luego de dos salidas, Amelia
entró en conciencia de que lo que hacía estaba mal. Analizó las cosas
cuidadosamente. El cariño que le había tomado a Dionisio Vázquez no era ni de
cerca el que sentía por Javier Villagómez. Sin embargo, le agradaba salir con
Dionisio y que la hiciera sentir querida. Pensó y pensó en que debía decidirse
por alguno de los dos. Pero esa decisión se fue alargando y alargando al punto
en que cuando se dio cuenta, llevaba ya más de tres meses engañándolos a ambos.
Así que tomó la
determinación necesaria y decidió que era mejor quedarse con Javier, pues al
fin y al cabo habían pasado muchas cosas juntos, que no valía la pena perder
por un amor pasajero. Ese día, había quedado de salir con Dionisio Vázquez al
bosque, y en medio de los árboles, Amelia le confesó la existencia de alguien
más. Dionisio la abrazó y dejó que llorara en su hombro. Le dijo que la
entendía, pero que no esperara volverlo a ver jamás porque realmente había
lastimado su corazón. Amelia se sintió culpable, pero aliviada de haber
terminado con aquella situación al fin.
Sin embargo, esa noche
Dionisio Vázquez fue a la cantina del pueblo a beber a la salud de Amelia. En
la barra se encontró con alguien llamado Javier Villagómez, que estaba ahí por
mera casualidad. A falta de alguien más, Dionisio le contó de como una mujer
acababa de abandonarlo por alguien más. Javier reconoció el perfume de
gardenias en su ropa e hilando los hechos, se dio cuenta de que había sido
engañado.
Al día siguiente, Javier
Villagómez terminó con Amelia. Ella intentó pedirle perdón e impedir su
partida, pero sus lágrimas no hicieron sino confirmar el dolor de Javier
Villagómez. Desconsolada, Amelia lloró toda la tarde provocando en su casa un
ambiente soporífero a causa del exceso de perfume. Una vez más, Amelia maldijo
su condición y le echó la culpa a sus lágrimas de haber arruinado su felicidad.
Así que una vez más fue a visitar a aquel médico francés, quien le dio a beber
una poción esta vez con sabor a pimienta y chicharrón.
Aunque le costó más trabajo,
Amelia se tomó la medicina sin falta cada 16 horas durante 25 días. Al final,
fue una caída la que le hizo darse cuenta de que había funcionado y ya no era
perfume de gardenias sino esmeraldas lo que salía de sus ojos en lugar de lágrimas.
Por fin, luego de superar sus decepciones amorosas, Amelia juró un 14 de enero
no volverse a enamorar en su vida. Pero más pronto cae un hablador que un cojo,
cuando Carlos Escobar llegó a su vida.
Era un muchacho un tanto
presumido, había crecido en una familia de alcurnia. Su familia había perdido
todo su dinero en un negocio fallido, pero él seguía acostumbrado a gastar
demasiado. Eso sí, era tan guapo que no había muchacha que se resistiera. Esto
último incluyó a Amelia.
Empezaron a salir a principios
de marzo, y si bien no era la persona más interesante sobre el planeta, Amelia
sentía latir su corazón frenéticamente cada vez que lo veía. Pero ocurre que
con el paso del tiempo, otra muchacha pasó a los ojos de Carlos y éste se
decidió por dejar a Amelia. Estaban ambos sentados en el café cuando él le
confesó la razón de su encuentro, y al sentir su corazón romperse, Amelia cerró
los ojos y empezó a llorar esmeraldas. Carlos Escobar la miró asombrado y
volteó hacia todos lados para asegurarse de que nadie más se había dado cuenta
de lo que estaba pasando. Abrazó a su novia y la sacó de la tienda para hablar
mejor.
Luego de hacerle muchas
preguntas, Amelia le explicó lo del mal genético que por alguna extraña razón
hacía que sus lágrimas fueran esmeraldas. Carlos la miró con fascinación y no
sólo le pidió perdón por haber tratado de dejarla, sino que en ese momento le
propuso matrimonio.
Así que apenas dos semanas
después se celebró la boda con todas las tradiciones del pueblo y Amelia lloró
un par de esmeraldas de felicidad, mismas que su esposo recogió en una bolsa de
celofán sin perder el tiempo.
La luna de miel fue al norte
del país puesto que Amelia se rehusó a que fuera en el Caribe, y al cabo de
unas semanas la esposa era tan feliz que no hubiera podido verse persona más
alegre en el planeta. Sin embargo, Carlos se veía cada día más nervioso. Le
compraba a su esposa películas de drama, la ponía a picar cebolla y le llevaba
comida muy picosa para comer. Pero al no lograr que llorara, un día le pidió
directamente que lo hiciera.
-No seas tonto- dijo Amelia
riéndose- no puedo llorar a voluntad...
De pronto, Amelia vio como
la furia crecía en la cara de Carlos Escobar y retrocedió con miedo. Carlos
empezó a gritarle como nunca nadie lo había hecho, y Amelia se quedó
petrificada en la esquina de la habitación. Entonces comenzó a llorar. Estaba
tan asustada, tan triste e indignada que llenó un par de costales de
esmeraldas.
Apenas un par de semanas
después, Carlos abrió la "Joyería Escobar" en el centro de la ciudad.
Personas de todo el mundo
venían a comprar sus exclusivas esmeraldas, y pronto el negocio creció tanto
que hubo que abrir sucursales no sólo en el pueblo sino en todo el país. Cuando
la joyería hubo prosperado, Carlos abrió otros negocios como una cadena de
comida rápida, una marca de ropa, venta de automóviles y una empresa de
telefonía celular. Al cabo de unos años el matrimonio Escobar pudo comprarse
una mansión a la orilla del mar, ropa de marca, coches exclusivos y todo lo
material que uno pueda soñar. Estaban tan bien económicamente que Carlos
desistió de maltratar a su esposa para obtener esmeraldas y hasta empezó a
tratarla bien en un intento algo patético de agradecerle su fortuna.
Sin embargo, Amelia lo tomó
como un renacimiento del amor. Creyó que el cambio de actitud de Carlos se
debía a un re-enamoramiento más que a una reacción de auto-redención. Así que
se arregló más que de costumbre y lo esperó en el comedor, vestida de rojo y
con la mesa alumbrada con velas. Al llegar, su esposo se asombró de lo que
veía. Ella lo abrazó y empezó a hablarle de amor, de cómo a pesar de los años
el suyo seguía intacto y le contó todos los planes a futuro que tenía, los
cuáles incluían claro está, el envejecer juntos.
Carlos Escobar se puso pálido
al escuchar la palabra envejecer, y más aún al pensar en envejecer al lado de
Amelia. Se retiró de entre sus brazos y le explicó, no de la manera más
cuidadosa, que el único amor que había habido era el de Carlos por las
esmeraldas. Amelia se quedó helada al escuchar la verdad que ya sabía y sintió
como las piedrecitas verdes se acumulaban en sus lagrimales. Pero se aguantó
con tal de no darle más piedras preciosas a su marido y salió corriendo de la
casa maldiciendo su vida, su ingenuidad y sobre todo maldiciendo sus lágrimas.
Era ya muy noche cuando tocó a la puerta del médico francés, sólo para que le
abriera una muchacha en bata y le informara que hacía ya un par de años que el
médico había muerto. Desesperada, entró por la fuerza en lo que algún día había
sido el consultorio del médico y comenzó a tomarse cuanta pastilla encontraba a
su paso, regando esmeraldas por el piso y por el escritorio. Finalmente, una de
las píldoras detuvo las esmeraldas y una gota de agua salada resbaló por sus
mejillas llegando hasta su boca. Al final de todo había logrado tener lágrimas
normales. Pero el sabor a sal se le hizo tan nauseabundo que Amelia cesó de
llorar, desde ese día para siempre.