lunes, 31 de mayo de 2010

Maíz con sal


Amelia tenía lágrimas de maíz. Así que después de llorar, juntaba todas sus lágrimas en una olla y preparaba palomitas.
Un día lloró tanto que al día siguiente abrió en su casa la proyección de una película y vendió las palomitas. Hizo tantas y fue tanto su éxito que no sólo le alcanzó para pagar la renta del proyector, sino que además se pudo financiar una semana en el Caribe.
Pero aquel viaje no hizo sino enriquecer su nostalgia al recordar promesas del pasado, y la gente se sorprendía de encontrar granos de maíz rodando por la cubierta. Mientras miraba al océano en sus tardes de calma, Amelia se perdió en el sol que bajaba por el horizonte. Decidió entonces que si el amor que ella sentía era tan grande, debía buscar hasta el infinito la manera de revivirlo. Luego de que pasó la semana y regresó al pueblo, lo primero que hizo fue tocar a la puerta de Álvaro Cárdenas.
Sin embargo, contrario a las escenas de su imaginación, donde él abría la puerta para decirle cuanto había esperado aquél momento y la tomaba entre sus brazos; Álvaro se sorprendió de verla y de la forma más educada que pudo, le explicó que no tenía nada que hacer ahí y volvió a cerrar la puerta. Durante 6 días con sus noches, Amelia lloró sola en su habitación. Al séptimo día estaba a punto de volver a hacerlo cuando su familia le dijo que ya todos estaban hartos de comer palomitas, que luego de tanto les habían creado indigestión. La muchacha, en vez de tomarlo como un incentivo para olvidar, pensó que el problema eran sus lágrimas anormales y fue a visitar al médico en busca de una solución.
El médico, que se pavoneaba con sus diplomas de Francia y Bélgica en materias de medicina, le recetó un menjunje con sabor a lechuga con naranja. Amelia se lo tomó al pie de la letra, una taza cada seis horas durante 14 días. Y como si el destino quisiera que probara la eficacia del remedio, ese día al salir a la calle vio en la plaza a Álvaro Cárdenas nada más y nada menos que acompañado de Acacia, la que un día había sido amiga de Amelia. La chica aguantó recta y digna mientras los otros dos se paseaban por la plaza, absortos en abrazos y cursilerías. Pero al llegar a su casa, comenzó a llorar esta vez perfume de gardenias. Así que cesó pronto su llanto y se puso contenta no sólo de que hubiera funcionado, sino de que el perfume le parecía mejor que los granos de maíz.
Luego de un tiempo, Amelia había logrado olvidarse por completo del incidente con Álvaro Cárdenas e incluso lo saludaba con alegría al encontrárselo en el mercado. Sus días estaban llenos de trabajo en la cocina familiar, de sueños respecto a lo que esperaba sería su futuro en biología y de lloriqueos de sus hermanos menores. Pero a medida que pasaba el tiempo, su sensación de soledad iba en aumento y aunque no lo aceptara, tenía ganas de volver a tener a un hombre a su lado. Y así, fue una tarde de abril que llegó Javier Villagómez.
Era una tarde difícil. No cesaba de llover, y la cocina económica estaba llena. Amelia iba de aquí para allá atendiendo a los clientes, dándoles su pedido, cobrando las cuentas y limpiando mesas. El más pequeño de sus hermanos lloraba y la jalaba de su falda pidiendo atención. Su madre, al mismo tiempo, le pedía que la ayudara a meter la ropa que se estaba mojando. Los clientes alzaban las manos y le hablaban todos al mismo tiempo. Fue tanto el estrés que Amelia empezó a confundir los platillos y a darle caldo al que había pedido tampiqueña y la tampiqueña al que había pedido caldo.
El acabose de la situación fue cuando un cliente se acercaba para reclamar y sin fijarse, Amelia le tiró la sopa encima. El señor se enfureció e instantáneamente comenzó a gritar improperios contra la mesera y el restaurante en general. El padre de Amelia llegó presto a arreglar la situación y mandó a su hija a descansar, no sin antes dirigirle una mirada que más que enojo contenía decepción. Sin poder evitarlo, Amelia se sentó afuera de su casa en la banqueta y comenzó a llorar. Sin que se diera cuenta, alguien estaba sentado a su lado. Javier Villagómez se presentó y se disculpó por la actitud de su padre en el restaurante. Comenzó a aspirar y se preguntó de dónde provenía aquél perfume tan maravilloso.
-Son mis lágrimas- dijo Amelia- es un mal de nacimiento...
Pero Javier Villagómez no la dejó explicarse, estaba tan maravillado con aquella joven que en vez de llorar producía perfume de gardenias que inmediatamente la invitó a salir.
Desde ese día y durante poco más de un año, Amelia y Javier fueron muy felices juntos. Les gustaba pasear por la plaza, ir a las funciones de cine y escuchar los conciertos del domingo.
Pero ocurrió que luego de acabarse la cartelera, ir a conciertos todos los domingos y pasear por la plaza hasta conocer cada detalle de la cantera con que estaba construida, la rutina empezó a hacer su aparición en la relación. Amelia empezó a notar que Javier estaba cada vez más distante y que ya no le decía que la quería con la misma frecuencia. Y peor aún, ella empezó a notarse a sí misma aburrida y con ganas de novedad. Un domingo, después de regresar del concierto de las 6, sintió ganas incontenibles de besar a un desconocido.
El mesero sin nombre de la boda de su prima segunda sirvió perfectamente para tal propósito al siguiente día. Después de un rato de jugar a las miradas, él se metió en la cocina para servir más café, y cerciorándose de que nadie le prestaba atención, Amelia entró tras él y tomando su cara desprevenida entre las manos, besó apasionadamente al muchacho. Durante un rato, siguieron en aquél idilio sin palabras hasta que el sonido de un globo al tronarse interrumpió el ensimismamiento de Amelia, que sólo estaba imaginando cosas sentada a la mesa con sus familiares.
-¡Oh pero qué ternura!- exclamó Hortensia- tan enamorada estás de Javier que te quedas ida pensando en él
Amelia bajó la mirada con un soplo de culpa. Como siempre, las voces de su conciencia estaban gritándose las unas a las otras sin conseguir llegar a un acuerdo. Terminó pensando en el mesero. Lo volteó a ver con lo que ella creía una mirada discreta y casual, pero se sorprendió no sólo al ver que se había dado cuenta, sino que le contestaba con una sonrisa. Volvió a bajar la mirada e incluso abrió el libro que llevaba para evitar seguir pensando. El ambiente era en general bullicioso, todos bailaban al son de las cumbias y parecían divertirse como adolescentes. Amelia, que realmente era una adolescente, era la única que se quedó en su lugar toda la tarde, si no leyendo, pensando, o la segunda mientras fingía la primera.
-¿Quieres refresco? ¿O un café? ¿O te apetece más decirme tu nombre?
La voz de aquél desconocido hizo que sintiera un escalofrío en la columna. Era exactamente lo que había estado esperando. Su voz era aguda, seguramente molesta después de oírla por largo rato. Al tenerlo de cerca pudo analizar sus facciones corrientes, el cabello engomado, la piel oscura como la tierra. Nada que lo distinguiera del montón y fue exactamente eso lo que le agradaba a la chica. Negó con la cabeza y le sonrió de nuevo. El mesero, poniendo en peligro la propiedad, se acercó para decirle su nombre.
-Si no quieres decirme quién eres, te diré que yo me llamo...
-No, no quiero saber tu nombre- Fue todo lo que dijo Amelia y todo lo que conversaron ese día
Al salir de la boda sin mayores sucesos que la monumental caída de la prima Norberta mientras bailaba la quebradita, Amelia volvió a hundir su cabeza en el libro. Su estupefacción fue grande al descubrir una nota con un número de 10 dígitos. "Para que me llames, o me mandes un mensaje si prefieres" decía. Amelia miró la nota largo rato, pensando en lo incorrecto de la situación. Tenía ganas incontrolables de llamar a Javier, para besarlo y guardarle el sentimiento tan intenso que no tenía para ningún otro. Tenía también ganas incontrolables de llamar al mesero sin nombre, para besarlo y no guardarle sentimiento alguno.
A la semana siguiente, Amelia se sentía tan culpable de siquiera haber pensado en alguien más que intentó revivir su relación con Javier. Le propuso que salieran a bailar el viernes por la noche, le tejió una bufanda e incluso le cantó una canción. Pero se dio cuenta de que Javier respondía a todo esto con la misma frialdad con que lo hubiera hecho a una clase de matemáticas.
Ese domingo, mientras esperaba la llegada de su novio para ir al concierto habitual, Amelia pensó en el mesero. Pensó en quemar la nota para no saber su número y así evitarse tentaciones. Pero una hora después de pensar, se dio cuenta de que seguía esperando y Javier no llegaba. Era la primera vez que no iban al concierto del domingo, y era la primera vez también que la dejaban plantada. Sin pensárselo dos veces tomó el teléfono y una voz aguda y corriente le correspondió del otro lado.
El mesero se llamaba Dionisio Vázquez. Amelia accedió a verlo la semana siguiente, más por despecho que por ganas. Pero luego de tomar café y pasear un poco por el bosque, se dio cuenta de que le agradaba su compañía.
Luego de dos salidas, Amelia entró en conciencia de que lo que hacía estaba mal. Analizó las cosas cuidadosamente. El cariño que le había tomado a Dionisio Vázquez no era ni de cerca el que sentía por Javier Villagómez. Sin embargo, le agradaba salir con Dionisio y que la hiciera sentir querida. Pensó y pensó en que debía decidirse por alguno de los dos. Pero esa decisión se fue alargando y alargando al punto en que cuando se dio cuenta, llevaba ya más de tres meses engañándolos a ambos.
Así que tomó la determinación necesaria y decidió que era mejor quedarse con Javier, pues al fin y al cabo habían pasado muchas cosas juntos, que no valía la pena perder por un amor pasajero. Ese día, había quedado de salir con Dionisio Vázquez al bosque, y en medio de los árboles, Amelia le confesó la existencia de alguien más. Dionisio la abrazó y dejó que llorara en su hombro. Le dijo que la entendía, pero que no esperara volverlo a ver jamás porque realmente había lastimado su corazón. Amelia se sintió culpable, pero aliviada de haber terminado con aquella situación al fin.
Sin embargo, esa noche Dionisio Vázquez fue a la cantina del pueblo a beber a la salud de Amelia. En la barra se encontró con alguien llamado Javier Villagómez, que estaba ahí por mera casualidad. A falta de alguien más, Dionisio le contó de como una mujer acababa de abandonarlo por alguien más. Javier reconoció el perfume de gardenias en su ropa e hilando los hechos, se dio cuenta de que había sido engañado.
Al día siguiente, Javier Villagómez terminó con Amelia. Ella intentó pedirle perdón e impedir su partida, pero sus lágrimas no hicieron sino confirmar el dolor de Javier Villagómez. Desconsolada, Amelia lloró toda la tarde provocando en su casa un ambiente soporífero a causa del exceso de perfume. Una vez más, Amelia maldijo su condición y le echó la culpa a sus lágrimas de haber arruinado su felicidad. Así que una vez más fue a visitar a aquel médico francés, quien le dio a beber una poción esta vez con sabor a pimienta y chicharrón.
Aunque le costó más trabajo, Amelia se tomó la medicina sin falta cada 16 horas durante 25 días. Al final, fue una caída la que le hizo darse cuenta de que había funcionado y ya no era perfume de gardenias sino esmeraldas lo que salía de sus ojos en lugar de lágrimas. Por fin, luego de superar sus decepciones amorosas, Amelia juró un 14 de enero no volverse a enamorar en su vida. Pero más pronto cae un hablador que un cojo, cuando Carlos Escobar llegó a su vida.
Era un muchacho un tanto presumido, había crecido en una familia de alcurnia. Su familia había perdido todo su dinero en un negocio fallido, pero él seguía acostumbrado a gastar demasiado. Eso sí, era tan guapo que no había muchacha que se resistiera. Esto último incluyó a Amelia.
Empezaron a salir a principios de marzo, y si bien no era la persona más interesante sobre el planeta, Amelia sentía latir su corazón frenéticamente cada vez que lo veía. Pero ocurre que con el paso del tiempo, otra muchacha pasó a los ojos de Carlos y éste se decidió por dejar a Amelia. Estaban ambos sentados en el café cuando él le confesó la razón de su encuentro, y al sentir su corazón romperse, Amelia cerró los ojos y empezó a llorar esmeraldas. Carlos Escobar la miró asombrado y volteó hacia todos lados para asegurarse de que nadie más se había dado cuenta de lo que estaba pasando. Abrazó a su novia y la sacó de la tienda para hablar mejor.
Luego de hacerle muchas preguntas, Amelia le explicó lo del mal genético que por alguna extraña razón hacía que sus lágrimas fueran esmeraldas. Carlos la miró con fascinación y no sólo le pidió perdón por haber tratado de dejarla, sino que en ese momento le propuso matrimonio.
Así que apenas dos semanas después se celebró la boda con todas las tradiciones del pueblo y Amelia lloró un par de esmeraldas de felicidad, mismas que su esposo recogió en una bolsa de celofán sin perder el tiempo.
La luna de miel fue al norte del país puesto que Amelia se rehusó a que fuera en el Caribe, y al cabo de unas semanas la esposa era tan feliz que no hubiera podido verse persona más alegre en el planeta. Sin embargo, Carlos se veía cada día más nervioso. Le compraba a su esposa películas de drama, la ponía a picar cebolla y le llevaba comida muy picosa para comer. Pero al no lograr que llorara, un día le pidió directamente que lo hiciera.
-No seas tonto- dijo Amelia riéndose- no puedo llorar a voluntad...
De pronto, Amelia vio como la furia crecía en la cara de Carlos Escobar y retrocedió con miedo. Carlos empezó a gritarle como nunca nadie lo había hecho, y Amelia se quedó petrificada en la esquina de la habitación. Entonces comenzó a llorar. Estaba tan asustada, tan triste e indignada que llenó un par de costales de esmeraldas.
Apenas un par de semanas después, Carlos abrió la "Joyería Escobar" en el centro de la ciudad.
Personas de todo el mundo venían a comprar sus exclusivas esmeraldas, y pronto el negocio creció tanto que hubo que abrir sucursales no sólo en el pueblo sino en todo el país. Cuando la joyería hubo prosperado, Carlos abrió otros negocios como una cadena de comida rápida, una marca de ropa, venta de automóviles y una empresa de telefonía celular. Al cabo de unos años el matrimonio Escobar pudo comprarse una mansión a la orilla del mar, ropa de marca, coches exclusivos y todo lo material que uno pueda soñar. Estaban tan bien económicamente que Carlos desistió de maltratar a su esposa para obtener esmeraldas y hasta empezó a tratarla bien en un intento algo patético de agradecerle su fortuna.
Sin embargo, Amelia lo tomó como un renacimiento del amor. Creyó que el cambio de actitud de Carlos se debía a un re-enamoramiento más que a una reacción de auto-redención. Así que se arregló más que de costumbre y lo esperó en el comedor, vestida de rojo y con la mesa alumbrada con velas. Al llegar, su esposo se asombró de lo que veía. Ella lo abrazó y empezó a hablarle de amor, de cómo a pesar de los años el suyo seguía intacto y le contó todos los planes a futuro que tenía, los cuáles incluían claro está, el envejecer juntos.
Carlos Escobar se puso pálido al escuchar la palabra envejecer, y más aún al pensar en envejecer al lado de Amelia. Se retiró de entre sus brazos y le explicó, no de la manera más cuidadosa, que el único amor que había habido era el de Carlos por las esmeraldas. Amelia se quedó helada al escuchar la verdad que ya sabía y sintió como las piedrecitas verdes se acumulaban en sus lagrimales. Pero se aguantó con tal de no darle más piedras preciosas a su marido y salió corriendo de la casa maldiciendo su vida, su ingenuidad y sobre todo maldiciendo sus lágrimas. Era ya muy noche cuando tocó a la puerta del médico francés, sólo para que le abriera una muchacha en bata y le informara que hacía ya un par de años que el médico había muerto. Desesperada, entró por la fuerza en lo que algún día había sido el consultorio del médico y comenzó a tomarse cuanta pastilla encontraba a su paso, regando esmeraldas por el piso y por el escritorio. Finalmente, una de las píldoras detuvo las esmeraldas y una gota de agua salada resbaló por sus mejillas llegando hasta su boca. Al final de todo había logrado tener lágrimas normales. Pero el sabor a sal se le hizo tan nauseabundo que Amelia cesó de llorar, desde ese día para siempre.


martes, 18 de mayo de 2010

No... pero espera! sí

No puedo siquiera escribirte.
Es el colapso de las fuerzas contrarias. Siempre gana una, en tu caso, son igual de fuertes.