domingo, 16 de enero de 2011

vida en ámbar

Cuando entré, ella estaba sumergida en la bañera. Cerré la puerta para que no le entrara brisa y me acerqué para contemplarla. Su cuerpo perfecto era distorsionado por el efecto del agua y su cabello negro también danzaba en el líquido.
-Parece que te has quedado dormida, mi amor- dije con dulzura. Entonces me incliné sobre ella y traté de despertarla con un beso, pero al tocar sus labios me di cuenta de que estaba fría como el acero. Le di algunas palmadas en la cara y luego sumergí su cabeza completa para comprobar que ya no respiraba.
-¡Carajo!- grité- ¡Lo hizo de nuevo!
Busqué entonces a mi alrededor y hallé la respuesta a los pies de la tina en un pequeño frasco vacío. Lo levanté, leí la etiqueta y solté una risita irónica
-¿Veneno mi amor? ¿En serio?
Por un momento sentí una ternura efímera ante el patético suicidio de mi esposa, pero luego me encontré de nuevo molesto y decidí que lo mejor era tomar una siesta.
Al salir ni siquiera me tomé la molestia de sacarla de la bañera y sólo volteé para decirle
-para que te arrugues un poquito más.

Estaba tirado en la cama sólo observando las molduras del techo. Por más que intenté no pude dormir, a pesar de estar acostumbrado, su carita muerta llena de desdicha me llenaba la mente. Me puse a recordar entonces cómo fue que pasó todo esto, cuando fue el principio de nuestras vidas en constante tragedia.

Fue hace ya varios años, yo era un joven de 20 años lleno de carisma y amor por la vida. Como mi familia tenía una buena economía y yo era buen estudiante, me fui de intercambio durante un año a estudiar a Estambul, en Turquía.
Un día mientras paseaba por los alrededores, la vi entre la multitud. Radiante como ninguna que hubiera visto antes, su piel morena brillaba con luz propia y su cabello negro recogido en una trenza enmarcaba sus ojos occidentales. Tenía puesto un vestido de colores y antes de que me diera cuenta de que había caído en el embelesamiento, vi que ella también me sonreía.
Me acerqué para hablarle y ella se alejó con coquetería. Me fui siguiéndola durante varias calles, ella volteaba de repente para dirigirme más sonrisas y picarme más en nuestro juego secreto. Al llegar a la plaza ella se detuvo y encontré mi oportunidad para preguntarle su nombre, pero antes de que la abordara, un señor de edad avanzada se abrió paso entre la multitud y la tomó del brazo

-¿Dónde te habías metido? Te dije claramente que no salieras de la casa, pero es imposible confiar en ti.

Forcejearon un rato y puedo decir que nunca había visto un padre más cruel. Ella intentó decirle que no quería regresar a su casa, pero él se enojó y la abofeteó en frente de toda la gente de la plaza. Por un momento pensé en meterme a defenderla, pero más tardé en reaccionar que ellos en desaparecer.

A partir de ese día no dejé de pensar en ella ni un segundo. Se aparecía en mis sueños, en mis desvaríos y en mis planes a futuro. Traté de encontrarla por todos los medios posibles, pero lo único que pude averiguar fue lo que ya sabía, que su padre no la dejaba salir nunca a la calle.
6 meses después, cuando yo ya me había resignado a su recuerdo como una simple ilusión de juventud, llegó como lluvia en la sequía. Estábamos en una lectura al aire libre, mi profesor de filosofía nos hablaba del misterio de las almas, cuando sentí una mano apoyarse en mi hombro.

-¿Sabía usted, mi estimado caballero, que yo poseo el alma más pura del mundo?

Reconocí la voz grave y acompasada del hombre que había gritado en la plaza. Me volví para responderle: -Con todo respeto señor, yo no creo que un hombre que encierra y tortura a su hija pueda tener el alma más pura del mundo

De cerca pude observar su sonrisa. En su tiempo debió ser un hombre atractivo, pero los años lo habían consumido.

-Nunca dije que fuera la mía propia- observó sonriendo - dije que la poseo.

Me pidió que lo acompañara afuera y sacó de entre su abrigo una misteriosa caja de madera. La abrió con mucho cuidado y pude observar que contenía un frasco con un líquido amarillo, un brazalete dorado y una esfera de cristal. Al observar la esfera, no cupo en mí el asombro al ver a la joven dormida dentro de ella!

-Se me había olvidado decirle- mencionó el hombre- que no es mi hija. Es mi esposa

Me explicó entonces que la muchacha que yo había seguido por las calles de Estambul no era humana. En realidad nadie sabía lo que era, pero todos se limitaban a admirar su belleza y su pureza de espíritu. Contaba la leyenda que su primer dueño la robó directamente del vientre de una estrella y ahora pasaba de vida en vida con el único objeto de hacer felices a los hombres

-Verá- me dijo- yo soy muy viejo ya, ella en cambio es inmortal, nunca envejece. Llevo toda una vida intentando sin éxito que me amara, y ahora ya no tiene sentido. Ví como lo miraba aquél día en la plaza, y decidí que era el indicado para cuidarla

El líquido amarillo era un elixir que la devolvía a la vida en caso de que muriera o enfermara. El brazalete era una unión poderosa que me permitiría encontrarla dondequiera que estuviese y la esfera podía contenerla en caso de que se hallara en peligro.

Aún confundido por la extraña situación, acepté el obsequio y vi al hombre alejarse por el pasillo. Por un momento tuve una sensación de irrealidad, como de estar sumergido en el más absurdo de los sueños. Pero luego que pasara esa sensación, me di cuenta de que tenía en mis manos al objeto de mis ilusiones y me sentí el hombre más afortunado del planeta.
Al abrir la esfera ella apareció ante mí entre destellos de luz. Fue muy claro que no esperaba verme, porque al abrir los ojos arrojó sus brazos a mi cuello y rompió en llanto. Me di cuenta de que todo esto era obra del destino y dispuse todo para que nos casaramos al instante.

El tiempo que vivimos ahí fue un poco complicado. Ella era la mejor esposa del planeta. Se esforzaba por atenderme como si viviera sólo para mi, mantenía la casa en orden y era la envidia de las otras con su inigualable hermosura. Pero en mi interior yo sabía que no era feliz.
Más de una vez la caché llorando en los rincones y muchas veces enfermó de la tristeza. Lo único bueno era que bastaba con una gota del extraño líquido que me dieron con ella para que sanara, pero me partía el corazón verla así.

En ese momento me decidí a hacer todo lo posible por darle la vida que ella merecía. A costa de duro trabajo y sacrificios, fui escalando en el ámbito laboral hasta lograr el suficiente dinero para tener una vida de comodidades. Le compré un departamento en París, con vista a la torre Eiffel, la vestí con la última moda e incluso le compré un coche para su uso personal.
Realmente esperaba que actuara como el resto de las mujeres del mundo y enloqueciera de felicidad.

Ocurrió todo lo contrario.

A medida que pasaba el tiempo, y mientras más me esforzaba en ser el marido perfecto, peores eran sus arranques de tristeza. La llevé a cenar a los mejores lugares de París, le regalé flores, le llevé serenata y le dejé notas en la almohada. Ella se aventó de la torre Eiffel, se arrojó a las vías del metro, chocó su auto y se cortó las muñecas. Cada nuevo atentado, bastaba una gota para que reviviera y me encontrara llorando desesperado sin saber que hacer con ella. Entonces me pedía perdón y me prometía no volverlo a hacer. La abrazaba y mientras se quedaba dormida me cuestionaba noche tras noche de insomnio qué es lo que estaba haciendo mal.

Pasó que una noche, cuando ya llevábamos poco más de un año sin incidentes, encontré mi casa llena de patrullas de la policía. Los vecinos me avisaron que habían escuchado balazos en mi departamento y llamaron a las autoridades.
Me costó trabajo convencerlos de que seguramente se lo habían imaginado y que por favor se fueran de mi casa. Al entrar, encontré toda mi habitación con charcos de sangre, ella, tendida en el piso y el arma en su mano.
Tranquilamente saqué el frasco de su escondite y le mojé los labios. No tardó ni un minuto en despertar, cuando la desesperación se apoderó de mi y caí de rodillas a sus pies

-¿Por qué? ¡¿Por qué?!- grité entre las lágrimas -Me esfuerzo día a día con darte lo mejor de mi, con que te sientas amada, y tú sigues haciéndome sufrir, llenando mis noches de pesadillas y mis días de desconcierto. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Qué es eso que no te he dado?

-Libertad- me contestó con voz serena

-Sabes que puedes ir y venir a tu antojo- contesté

-Libertad, sin ti- respondió ella

Comprendí entonces que nada tenía yo que ver con sus constantes desórdenes emocionales. Recordé todos los estudios sobre la mente humana que alguna vez me hicieron leer en la universidad y me enternecí de forma paternal ante sus necesidades.

Al día siguiente le regalé un viaje a centroamérica, sola, para que pudiera ir y encontrarse a sí misma. Le facilité tarjetas de crédito, le dije que tenía total libertad y que nos veríamos en 3 meses. Pero por si se diera cualquier cosa, le puse el brazalete para poder encontrarla.
Cuando partió me sentí nostálgico, pero feliz finalmente de hacer algo por ella. Pasó un mes, pasó otro, y el tercero vino sin que lo notara.
Corrí al aeropuerto y monté guardia para abrazarla en su llegada, incluso compré flores e hice una reservación para llevarla esa noche a cenar. Pero no llegó en el vuelo previsto. Llamé al hotel donde se hospedaba y me dijeron que hacía un mes había dejado la habitación y no la habían vuelto a ver.
Preocupado, partí para centroamérica en el vuelo siguiente y guiándome sólo por el instinto del brazalete, llegué hasta los barrios bajos de Colombia y entré temiendo lo peor en una de las casas. La encontré dormida en un dormitorio que daba lástima sólo de verlo y la desperté:
-¡Por Dios mi vida! ¿Cómo se me pudo ocurrir dejarte sola en lugares como este? ¿Qué te han hecho? ¿Te han dañado? Dime y te juro que...

-¿Qué demonios haces aquí?- preguntó ella

-Vine a rescatarte. No tienes idea de lo preocupado que estaba, ahora agarra tus cosas y vámonos antes de que...

-Estoy aquí por voluntad propia. Porque quiero. Por amor

-¿Amor?

Me contó que en cuanto llegó a Colombia conoció a alguien. Un repartidor de refrescos que le robó el corazón. Se enamoró de él, dejó los lujosos hoteles para irse a vivir a un cuarto de vecindad. No supe si me dolió más la traición o el deshonor.

-¡¿Amor?! ¡¿Amor por un repartidor de refrescos colombiano?! ¡Amor es el que yo te he dado a ti! ¡Amor es el que sentimos aquél día en Estambul y amor es el que seguiremos sintiendo en cuanto...

-¡Yo nunca sentí amor por ti!- gritó - ¡Sólo quería que me liberaras del anterior, al igual que él me liberó del hombre antes que él, y así ha sido siempre! ¡¿No puedes comprender que esto es esclavitud, y no amor?!

Entre nuestros gritos y nuestras lanzas de palabras hirientes, apareció el dichoso repartidor. Inmediatamente supo quién era yo y la razón de que estuviera ahí. Se me dejó ir a golpes entre gritos de mi mujer, soltando improperios en su idioma. Me estremezco sólo de recordar lo que sucedió a continuación.
Mientras seguía golpeándome temí que fuera a matarme, y en dos movimientos saqué el arma que siempre traía conmigo y le disparé directo al corazón. Al estruendo le siguió un silencio sepulcral. Ella me miró con los ojos hinchados y corrió también a abalanzárseme. Sin pensarlo dos veces, también le disparé.

La próxima vez que la reviví con las gotas de color de ámbar y vi su mirada regresar a la vida, ya vivíamos en California. Después del episodio en Colombia creí que nos haría bien un completo cambio de aires y quizás, sólo quizás, algún día podríamos vivir como un matrimonio de verdad. A pesar de que le compré una mansión donde la sueñan todas las jovencitas del mundo, y de que seguí siendo tan atento como el primer día, nunca olvidó sus rencores.
Duró meses sin dirigirme la palabra, y después se resignó a su vida. Con suicidios periódicos, y constantes visitas al frasco de la vida, logramos después de todo ser estables.

Hasta hoy. Hoy que ya llevábamos cerca de 3 años sin incidentes, la encuentro envenenada en la bañera. Me doy cuenta de que no he tomado una siesta y decido ir a seguir con la rutina. La saco, la seco y la visto, me detengo un momento a contemplarla. Después de todos estos años y todo lo que ha pasado, sigue igual de bella. Abro la alacena debajo del lavabo y tomo el frasco de la vida. Pero al levantarme echo un vistazo en el espejo. No soy el mismo. Las canas ya se asoman en lo que me queda de cabello y las arrugas invaden mi rostro. Soy viejo, y pasé toda mi vida intentando que me amara, obligándola a vivir. Miro el frasco de nuevo en mis manos y con lágrimas recorriendo mis mejillas, lo arrojo a la basura.

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Epílogo.
Querida:
De niño mi abuela me trajo un libro de cuentos rusos, y al ver las ilustraciones me di cuenta de que cuando muriera, me gustaría morir aquí. Justo mientras escribo esta carta estoy frente a San Basilio y me doy cuenta de que en persona en aún más emocionante que en los libros. Ahora que estás muerta y que la vida está muy lejos de tu alcance, pensé como último obsequio de mi parte traerte a morir aquí. Sé que no leerás esto por obvias razones, pero quería escribirlo de cualquier modo. Enterraré tu esfera junto con esta carta en la nieve del campo, esperando nadie la encuentre jamás. Aún hay muchas cosas por decir, pero supongo que es mejor de una vez por todas dejarte ir. Buen viaje, estés donde estés.
Con amor,

John.