jueves, 11 de febrero de 2010

gotas

Un día se cansó de mirar su creación y se acurrucó entre nubes de polvo y gas cósmico. Se puso a reflexionar acerca de lo que había visto en uno de sus planetas. Había visto a tantos hombres matarse que se preguntó si realmente consideraban la muerte un castigo. De pronto descubrió un rincón de su mente que no conocía. Lo sabía todo, desde el más recóndito pensamiento de un cajero irrelevante hasta el mecanismo tan complejo del cosmos. Claro, cómo no saberlo. Él lo había creado. Pero él no se había creado a sí mismo y se desconocía. Trató de imaginarse su origen pero recordaba siempre haber existido. Empezó a buscar algún ente superior que pudiera haber sido su autor, pero ni siquiera encontró que hubiera un igual. Entonces se sintió solo. Era ya demasiado extraño que estuviera pensando en todo esto cuando volteó hacia abajo y vio sus manos. Tomó el mundo y miró intermitentemente a los hombres y a su cuerpo. Se observó reflejado en los anillos de Saturno y vio cuán parecidos eran. “A imagen y semejanza”. Cuando creó a los hombres ese era su plan, pero ahora parecía ser la respuesta a su incógnita. Tocó su vientre y se preguntó cómo funcionaba su organismo perfecto, si sería parecido a los humanos. Tomó entonces un asteroide afilado y lo deslizó contra su piel lenta pero firmemente. Sangre divina empezó a correr de la herida y voló ligera a través del vacío. Partícula a partícula el universo se tiñó de rojo.

Miraba la televisión cuando interrumpieron para pasar un hecho inexplicable. Se asomó a su ventana y vio que era real, las nubes eran rojas y contagiaban el cielo a su paso. Y al igual que él, todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo para mirar el mundo pintarse. Y uno a uno, todos los humanos se arrodillaron.

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