lunes, 25 de octubre de 2010

Rodeada de observadores, lo único que pedía era un espacio para llorar.

Alguna vez leí un artículo sobre los lisiados. Dicho artículo aseguraba que era posible sentir la parte perdida, es decir, que si alguien no tenía una pierna, de igual manera llegaba a sentir frío, calor, dolor o cosquillas en ella.
Patrañas literarias.
Eso dije al terminar de leerlo. Pero ocurre que hoy me duele el alma, y eso que ya no la tengo. Le pertenece a un hombre blanco, de cabello chino y con patillas, que se la llevó enjaulada con todo y resplandor azul hasta su lugar de origen.
Y no, no la tiene por razones comunes. No se la regalé, no se fue voluntariamente con él, y contrario a las cursilerías esperadas, no se la robó. No señor. La ganó de forma honrada en una apuesta del juego conocido como "futbolito". Debo aceptar que fue una idiotez de mi parte apostar el alma en un juego en el que no tenía experiencia alguna y el otro equipo contaba con un vicio de ventaja. Pero el caso es que ante la derrota evidente, mi alma me dirigió una mirada de desprecio y se encerró para siempre (o al menos hasta que haya una revancha) en la jaula de aquel hombre.
Lo curioso de este caso, fue el momento en que mi alma sucumbió ante el nombrado "Síndrome de Estocolmo". Así es, desobedeciendo a los tratados de odio firmados por mi mente en contra de ese individuo, mi alma no sólo le agarró cariño a su captor, sino que se enamoró de él exponiéndome entera a sus abrazos de amapola y a sus besos de cianuro.
Y así fue que cuando él partió mi alma se fue con él no sólo por derecho legítimo sino por voluntad propia. Ahora me duele lo que no tengo, porque mi alma está con él sin mi y yo conmigo sin él.

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