lunes, 7 de septiembre de 2009
Y perplejo mira su reflejo en el espejo
Es así. La calle se extiende hacia adelante, parece infinita y no se ve nunca el final. En realidad son pocos metros los que alcanza a iluminar el poste que está a mi lado, y a partir de ellos todo se reduce a oscuridad. Escucho, sólo el sonido del viento que se fusiona con mi respiración y mi palpitar, el pulso del mundo que gira constante y que a su vez es lo más estático, que seguirá ahí mañana cuando despierte, y seguirá ahí para ver el final de la calle y para verme morir antes de llegar a él. Y al seguir aquí debajo de un poste de luz amarilla, parada en medio de una calle de destino ambiguo, decido sentarme en la banqueta. No sé si más adelante haya otro poste de luz, no sé ni siquiera si la calle en realidad continúe y no esté caminando hacia el vacío, pero el sentarse es la forma más simple, y por tanto más humana de reflexionarlo. Y mientras observo mis rodillas temblorosas y sigo sumida en un espectáculo de música constante e imágenes fijas, siento como cada partícula del aire se torna más pesada, como el ambiente cambia su densidad se expande, se expande al punto de quebrarse y entonces no queda nada más que el llanto. El llanto en su forma más simple, el llanto puro y tranparente que no altera los sonidos del cuerpo ni la armonía del cosmos, que llega simple y callado como el dolor que lo causa. Y así, como todo sigue en su lugar y todo a su vez ha cambiado, el silencio será mi compañero en mi viaje hacia ningún lugar, o eso, cuando ningún lugar se precie de tener al silencio como huésped.
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